El atrio de vecindad es un objetivo mágico, es un punto de mira dirigido hacia lo más alto, es un momento para agudizar el oido esperando que las campanas nos den la bienvenida. Piedras con siglos en sus cicatrices, verjas fundidas entre misas del gallo y procesiones sanfermineras, paso intermedio entre la calle y el rezo, la multitud y uno mismo que casi nunca debiera significar, uno solo. Descanso de peregrino, emoción de novios antes de pronunciar el si quiero con vocación eterna, lágrimas de duelo por aquel que se fue, promesa de quien dice adiós a una ciudad que acaba de conocer y a la que asegura regresará muy pronto. Es el punto de la ciudad donde nadie te pregunta quien eres, qué haces o dónde vas, es una parcela que no tiene precio porque su valor es incalculable. El atrio es un lugar de encuentro a la sombra de dos torres, banco donde reposar, echar un trago de agua y pensar qué lejos está la tumba del apóstol. El atrio de vecindad sabe de cómo se poblaron de canas aquellas caballeras infantiles que jugaron al escondite en tiempo de recreo hace ya muchos años. Desde aquí será sencillo escribir asiduamente unas líneas, solo con mirar a los ojos de quienes pasan escuchando las campanadas de las horas, esas que ponen ritmo y compás a cada vida, a cada historia, buscando siempre la benevolencia de quien las lee y con el permiso de quienes las protagonizan de forma anónima. Como los que, a hurtadillas, dejan sus iniciales esculpidas en la piedra, confiando que perduren por los siglos de los siglos. Y el contagio catedralicio se produce como un misterio más de la vida. Con la magia de las cosas que no tienen explicación, porque posiblemente no es necesaria.
G.G.